5 Enero 2022
Se está hablando mucho de muchas cosas, todas ellas relacionadas con las personas, instituciones y fuerzas varias que protagonizan el mayor y más exitoso ensayo de ingeniería social que ha conocido la Humanidad. Muy por encima de otros como los que predispusieron a la sociedad a aceptar nuevas ideologías políticas o creencias religiosas, la prepararon para aceptar guerras o pogromos contra determinados grupos de población. Porque este ensayo de ingeniería social de colosales proporciones es lo que ha permitido todo lo demás. El detonante, una falsa pandemia construida en base a exagerar de forma evidente y grosera las cifras de lo que no debiera haber pasado de “Gripe de Wuhan”. Hasta la fecha, a lo largo de dos años y con cifras falseadas que no distinguen entre muertes “por” y “con” COVID, cinco millones cuatrocientos sesenta mil personas en todo el mundo o, lo que es lo mismo, una mortalidad acumulada en esos dos años del 0,07%.
El absurdo de esas cifras da la medida de lo ciclópeo del engaño, del proceso de ingeniería social llevado a cabo para que la población, especialmente en los países más libres, informados, formados, prósperos y críticos de la Tierra acepte sin rechistar, sin apenas ninguna oposición ni resistencia digna de tan noble nombre, una suspensión de derechos y libertades como no se conocía desde la II Guerra Mundial, una destrucción del bienestar material, la prosperidad económica y la esperanza de progreso en la calidad de vida sin parangón desde esa misma contienda bélica y, lo más estremecedor, se preste voluntariamente a ser conejillos de indias en un ensayo clínico masivo consistente en la inoculación de sustancias génicas experimentales de las que se desconoce por completo sus riesgos a medio y largo plazo y se ocultan los ya evidentes a corto plazo.
Ha sido, está siendo, un acontecimiento histórico de los que marcan el final y el inicio de las grandes eras de la Historia humana. Un ensayo general de cambio de ciclo, de cosmovisión, de mundo, llevado a cabo con un éxito, unanimidad y celeridad pavorosas, que permiten vaticinar sin necesidad de grandes dotes proféticas que ese cambio se va a producir no a lo largo de milenios, como hasta ahora había ocurrido, sino de pocos, muy pocos años. Nada, pues tiene de particular que quienes conservan algo de perspectiva y son capaces de sobrevolar el suelo de los acontecimientos, embelesados en sus motas de polvo, sus piedras o, cuando mucho, su geografía superficial, se encuentren atónitos y deslumbrados ante el descomunal espectáculo en el que ellos mismos están siendo arrastrados por unas fuerzas cuya magnitud desconocíamos y que, por tanto, centran toda nuestra atención en esos eventos ante los que no somos nada.
El portento de los árboles andantes nos impide ver a dónde se dirige el bosque y, lo que es peor, quiénes sujetan sus riendas.
El Humanismo construido durante quinientos años en el mundo europeo occidental, poniendo a los individuos, a cada uno de nosotros, en el centro de la existencia, de los acontecimientos y aún de la Naturaleza (ahora, dominar la Naturaleza se ha convertido en pecado original), se ha venido abajo de repente. Nos hemos olvidado de nosotros mismos. Hemos vuelto a pensar en términos colectivistas, medievales, feudales, donde los individuos son meros componentes anónimos de una masa, una mayoría, una opinión pública… un rebaño. Hemos dejado de ser la medida del Universo para convertirnos de nuevo en siervos. Aceptamos que lo sucedido, lo que está sucediendo, es “algo” que se le hace al Hombre, ajeno a su voluntad. Volvemos a pensar que no somos protagonistas sino, cuando mucho, el objeto, el objetivo, el problema, el beneficio… las víctimas.
Unos y otros, tanto los que están cediendo a los planes trazados por este proceso de ingeniería social como los que se resisten, se ven a sí mismos como elementos pasivos, accesorios, de una agenda que obedece a intereses económicos, políticos, religiosos, ecológicos, geopolíticos… de instancias y fuerzas muy superiores, ocultas por el velo de ese nuevo colectivismo medieval sobrevenido en cuestión de meses, o que estaba ahí, subyaciendo bajo la apariencia de modernidad de la sociedad. “Nos quieren hacer esto o lo otro para conseguir sus objetivos, sus agendas, sus planes salvadores o dañinos”.
“Dios lo quiere”. Ahora, “Ellos lo quieren”.
Para unos, “ellos” nos salvan. Para otros, “ellos” nos destruyen y esclavizan. Vacunas o venenos. Salvación o genocidio. Víctimas o verdugos. Herejes o creyentes. Demonios o ángeles. La propia magnitud de los cambios ha destruido nuestra fe en nosotros mismos como protagonistas de la Historia. Ha convertido nuestro sueño de libertad en soberbia frustrada. Nos ha dividido en «despiertos y dormidos», en «colaboracionistas y negacionistas». Al fin y al cabo, en accesorios pasivos de unos planes ignotos que escapan a nuestro control. ¿Qué podemos hacer? No somos nadie, No tenemos mayoría, ni medios, ni poder.
Pero no es así. O sí lo es, pero no solo. No somos simples objetos. Podemos elegir. Y en esa facultad reside el sentido de los acontecimientos. Ese es el objetivo último: elige.
Es verdad que los sucesos muestran una envergadura, unanimidad, celeridad y éxito sin referentes históricos y, por tanto, con un amplio margen de ignorancia que proyecta una sombra de irracionalidad y superstición desconocida para la mente moderna. Es verdad que existen intereses de instancias y personas muy poderosas maniobrando para obtener beneficio. Es verdad que todo parece indicar que los humanos, despojados de su individualidad, transformados en miembros de alguna “población”, somos elementos intrascendentes que sufrimos, resignados o resistentes, despiertos o dormidos, las consecuencias de los actos de los únicos y verdaderos protagonistas. Es cierto lo que decimos y lo que callamos. Pero también es cierto que en dentro de ese torbellino ciclópeo que ha atrapado a la Historia hay otro elemento que pasa desapercibido a quienes no consiguen elevarse por encima de la bruma del barro y la vorágine de lo inmediato.
Se está produciendo una separación, una distinción, una prueba en la que unos aceptan el sacrificio salvífico y, otros, se resisten al genocidio. Unos consienten la pérdida de libertad y, otros, la repudian. Unos siguen siendo, aún contaminados por los efluvios del colectivismo y la intolerancia, individuos con criterio propio, con nombre, identidad y voluntad y, otros, aceptan ser sometidos al criterio, el nombre, la identidad y la voluntad ajena disfrazada de algo objetivo, colectivo, superior a la simple, egoísta y perniciosa (pecaminosa) individualidad. Y esa distinción, esa elección, es la clave última, secreta, trascendente.
Estamos siendo examinados. Se están escribiendo los nombres en el libro de la vida, del nuevo cielo y la nueva tierra.
Además de todo lo demás, delante de nuestros ojos, sin que lo veamos, se está produciendo una selección, un juicio que, si atendemos a las proporciones de la prueba, bien podría ser ese “Juicio Final” del que hablan muchas mitologías con distintos sinónimos. Una selección natural o artificial llevada a cabo mediante el mayor proceso de ingeniería social que ha conocido la Humanidad, con sus notas de corte obtenidas en una prueba definitiva (la vacuna, el empobrecimiento para salvar al planeta, el aislamiento y la pérdida de libertad…) en la que, voluntariamente, no importa (o sí, para unos, no para otros) la presión, el miedo y la coacción que se produzca, unos dicen “sí, quiero” o otros “no quiero”. Un juicio que ignoran incluso los poderosos autores de este gran “fin de los tiempos (neolíticos)”, utilizada su soberbia como instrumento examinador.
Lo verdaderamente trascendente no es esa Agenda 2030, ni el Nuevo orden Mundial, sino la selección de unos elegidos en base a sus propias decisiones: Morir o vivir. Extinguirse o heredar la Nueva Tierra, el Ciberlítico, que será, y esa es la batalla definitiva al unísono del juicio final, liberacista o colectivista, sin importar que vivamos en un formato de carbono o de silicio, como anacoretas, apartados de todos los diabólicos ingenios tecnológicos, o disfrutando de la libertad y bienestar que les permite la tecnología y la globalidad a los más poderosos.
Nosotros elegimos. Lo estamos haciendo. Eso es lo importante de verdad. Todo lo demás son artificios, engaños de trileros, la misma estafa de siempre. Por eso no basta con rechazar una vacuna o defender la igualdad de derechos. No es tan sencillo. Solo podremos formar parte de los elegidos si realmente nos liberamos, si limpiamos la mente de parásitos, de virus, de ideas preconcebidas que escapan a nuestro control y adquieren vida propia como “ideales”, “valores”, “creencias”, “leyes”, “principios inmutables” que viven a costa de nuestra conciencia, de nuestra individualidad, de todo eso que nos “protegen” disfrazando como “soledad”, “egoísmo”, “maldad”… “amoralidad”.
Lo siento. Siento no poder decir algo que reconforte nuestro miedo a la libertad, a no depender de un manual de funcionamiento que nos diga qué pensar, sentir, desear, juzgar, decidir y actuar en cada momento. Siento profundamente que, a la vez que en esa épica batalla de “víctimas y verdugos” de “bien y mal” de “humanos contra inhumanos”, se esté produciendo una selección que no responde a los términos simplistas del mundo en el que hemos estado viviendo hasta ahora. Y, a la vez, me alegro muchísimo de que no seamos simples objetos accesorios del interés ajeno disfrazado de nobles causas, sino que nuestra propia decisión sea la que marque a fuego nuestro destino y escriba la Agenda del verdadero Nuevo Orden cuyos autores, protagonistas y beneficiarios se están escogiendo a sí mismos en este Juicio Final. El único que el Dios del libre albedrío podría imponer a sus hijos:
“Tú decides. Tú eres el juez”