21 Abril 2021
Ana es una muchacha de diez y siete años, apunto de cumplir los diez y ocho. Su vida se dirige, al igual que la de muchos chicos y chicas de su misma edad, hacia una encrucijada que marcará su destino: la selectividad. De los resultados que obtenga en esta prueba trascendental depende a qué puede aspirar profesionalmente, incluso si puede tener el sueño de alguna profesión o de ninguna.
Un estado de alarma ilegalmente prolongado sin los requisitos de control parlamentario, suspendido en la práctica y en la alegalidad establecida, bajo cuyo ilegal amparo se suspenden los derechos fundamentales imaginariamente amparados por el artículo 19 de la Constitución Española, se encuentra vigente cuando se produjeron los hechos que dieron lugar a su internamiento en el campo de concentración en el que han convertidos los propios domicilios, esos recintos sagrados de libertad y seguridad de las antiguas democracias. Porque Ana terminó encarcelada en su casa por orden no de un juez, sino de un comisario político de la Nueva Normalidad: Una enfermera, primero, y un médico después.
Bajo la ridícula, ahora siniestra, coartada de una pandemia que en un año ha contagiado a menos del 2% de la población mundial y, presuntamente, matado al 0,038%, se ha instaurado una dictadura de tal calibre que cualquier personaje convertido en autoridad puede privar de libertad a quien quiera, donde quiera y por el tiempo que quiera. O impedir que puedas ir a ver a tus padres o a tus hijos que viven en el pueblo o la provincia de al lado. O imponerte una vacuna si quieres obtener algún salvoconducto de esos que pronto se venderán en el mercado negro, para tener acceso puntual y limitado a los viajes, el trabajo, los estudios… Se llama chantaje.
Con ocasión de las fiestas de Semana Santa, los jóvenes, liberados de su confinamiento y de los rigores de la ley marcial de cierre de establecimientos y toque de queda, salieron a disfrutar de unas horas de libertad. Las calles, los bares y los pub se llenaron. Habían muerto a lo largo de un año en un pueblo de apenas 5000 habitantes, con PCR positiva y, en casi todos los casos, con enfermedades y cumpleaños bastantes para justificar el óbito, cuatro personas. El 0,076%. Menos de las que mueren todos los años por complicaciones derivadas del consumo del alcohol y el tabaco. Una muchacha se sintió mal, tras beber, trasnochar y coger frío. Ya saben los que recuerdan la Vieja Normalidad: Resaca, cansancio y resfriado. Son unas edades muy malas porque las hormonas y el afán de protagonismo hacen de las suyas. El caso es que la muchacha, inconsciente de las consecuencias que eso acarrearía, acudió al dentro de salud, cerrado para todo lo que no sea susceptible de transformar en PCRvirus, donde le practicaron la prueba con resultado positivo. Y ahí terminó el juego y comenzó a funcionar la siniestra maquinaria de la Nueva Normalidad
En el interrogatorio al que fue sometida le ordenaron decir los nombres de las personas con las que había estado en contacto estrecho y se desató la cacería. Mensajes de unos amigos a otros conminándo a enviar de inmediato el móvil y el DNI nada menos que a la chica que se había alzado con todo el protagonismo inicial de lo que, histeria adolescente mediante, convertiría en una caza de brujas negacionistas.
“Tienes que darle el móvil y el DNI a fulanita (la delatora)”. ¡Tienes!
Unos a otros, con muy contadas excepciones, se dedicaron a perseguirse para saber quién estaba confinado voluntariamente y quién, irresponsable, criminalmente, seguía con su vida normal de persona sana sin mancha sanitaria excepto la de haber estado al lado de alguien que decidió que no era resaca sino Covid.
Miedo, tensión, buenos y malos, histeria, mucho mensaje y muco tecleo. Hasta que fueron desfilando uno a uno por por la comisaría política y, comenzó el baño de realidad para la mayoría de los amigos de Ana. Por decreto de las nuevas autoridades competentes, sin juicio, ni prueba alguna más que la palabra de un denunciante, debían ingresar en el campo de concentración domiciliario durante diez días desde el contacto con la fuente de contagio, si daban negativo en la PCR y, si no, diez días desde que las autoridades sanitarias, ahora también policiales y judiciales, hubieran tenido a bien hacer la prueba. En todo caso, simplemente por haber sido denunciado verdadera o falsamente, ¿a quién le importa eso en una dictadura?, hay que ingresar de inmediato en el calabozo domiciliario. Con el añadido de que, si el PCR era positivo, también tendrían que hacerlos los padres y hermanos del denunciado. Y ahí la cosa cambia, incluso para quienes tienen poca estima por la libertad.
Aunque cada vez resulte más extraño, hay gente que vive de su trabajo y que, si no trabaja, no sólo no percibe ningún emolumento sino que, en muchos casos, deja desatendido su negocio, su empresa, sus campos o su ganado con riesgo de perderlos o, cuando menos, de sufrir una sustanciosa quiebra económica. Y, cuando los amigos de Ana supieron, por los gritos y cólera de sus padres, que el juego de la pandemia, las delaciones y los protagonismos adolescentes tenían consecuencias para sus vidas y la de su familia se produjo el cambio.
De repente, el instinto de supervivencia, que se encuentra presente hasta en los organismos más adormecidos y viciados por la vida regalada de zoo, estado de bienestar y “hay que aprender a ser menos competitivos… aún”, acabó con las tonterías.
Fue su bautismo de fuego. Su choque con la realidad. Y del afán por obedecer a la autoridad y forzar a que los demás también lo hicieran, se pasó al “Yo voy a decir que no he estado con mis padres, porque, si no, los confinan”. “Vaya cabreo ha cogido mi madre, porque ahora mi padre no puede ir a trabajar”. “Voy a decir que yo no estuve cerca de fulanita”, “Como me quede sin clases y suspenda…” Y los consejos de los represaliados padres: “Procura no estar mucho con tus amigos” “Deja las fiestas porque mira lo que ha pasado: tu padre sin poder trabajar” “No cojas el móvil si no conoces el número, por si son los rastreadores”...
De repente, padres e hijos pasaron a vivir la vida del disidente. Tramando estrategias para burlar a la nueva Gestapo, KGB, Stasi, cuerpos parapoliciales y parajudiciales conformados por médicos, enfermeras y los temidos “rastreadores”. Las noticias del covid no se veían con el fervor afirmacionista de antaño y poco a poco, fueron mudando al olor de la carne propia quemada en la hoguera purificadora. “Nos llevan a la ruina por cuatro muertos de gripe”. “Como estos_____ cobran a fin de mes, les da igual todo”.
Los adolescentes fueron tomando conciencia de que se les iba a ir la juventud y, si no cambiaban las cosas, el resto de su sostenible vida, que es como la que llevaron sus abuelos, pero aceptando la pobreza con fe progresista y resignación solidaria. Creció el rencor, la frustración… y el miedo que la arbitrariedad, la indefensión, la completa dependencia de la voluntad de otros sin ninguna regla ni ley, convierten en terror. Aprendieron que debían esconderse de sus nuevos enemigos: policía, jueces, políticos, médicos, enfermeras, rastreadores… sus propios amigos y vecinos convertidos en turba linchadora. Que no había que señalarse, ni hablar en voz alta de ciertas cosas. Que debían demostrar que eran buenos covidianos para evitar que alguien los acusara de provocar alguna muerte, algún contagio, algún confinamiento. El rechazo social también transforma el miedo en terror.
Cambió su actitud. Se hicieron adultos. Asumieron que la clandestinidad, la desconfianza, el miedo, el resentimiento y el odio eran los nuevos ejes de su vida social. Todo de forma atenuada, aparentemente normal, sin que pareciera algo traumático. En fin, tampoco es para tanto. Las consecuencias psicológicas y sociales son menos graves que la terrible pandemia que mata menos que el alcohol y el tabaco juntos, o la simple edad, el frio y cualquier resfriado mayor o menor. Pero no es así. Y quienes conservan un mínimo de honestidad lo saben. Una generación al completo está aprendiendo que lo normal es vivir como si la Alemania Nazi o la Unión Soviética hubieran ganado la guerra. Y eso es sólo puede ser percibido como algo normal, inocuo y hasta virtuoso cuando la sociedad se ha degenerado hasta situarse por debajo del nivel de verdadera normalidad humana.
Ana y algunos otros de sus amigos, se alegraron de haber dado positivo en la PCR porque les garantizaba tres meses a salvo de nuevos encarcelamiento y, así, podrían afrontar la selectividad, momento decisivo como ninguno otro de sus vidas, sin que algún delator o comisario político los confinara en el campo de concentración. Estaban felices de haber sido encarcelados porque así, con suerte, y si los comisarios políticos no decidían lo contrario, evitarían un mal mayor.
¿Hay alguien, por poco sentido común que tenga, que no vea esto como el síntoma de una verdadera enfermedad psicosocial? ¿De verdad alguien piensa que con estos cimientos se puede construir un mundo mejor? ¿Alguien cree en serio que esto es simplemente una Nueva Normalidad?
El miedo se convierte en terror alimentado por la presión social, la indefensión y la culpa. Penetra hasta lo más profundo de las personas y las destruye lentamente, casi imperceptiblemente- Crece conforme nos vamos acostumbrando a él y, cuando ya ha adquirido una proporción monstruosa, lo aceptamos como una nueva normalidad. Siempre estamos en la normalidad. Incluso montados en los trenes del Holocausto o viéndolos pasar.
El terror ante la indefensión, ante el capricho del guarda del campo de exterminio, un sujeto normal, médico, enfermero, maestro, ahora convertido en dios que decide sobre la vida o la muerte (no se escandalicen por la exageración porque ocurrió al principio de la pandemia) o sobre la libertad de sus semejantes, sus vecinos, los amigos de sus hijos a los que se les tuerce el alma para que acepten que la obediencia no solo los salvará sino que los hará libres.
¿Exageración?
Preguntárselo a esos chicos y chicas que empiezan a vivir sabiendo que cualquiera puede privarlos de los más elementales derechos humanos, sometidos a un régimen de delación y condena sin garantías de ninguna clase, sin poder apelar a la justicia, porque la justicia a huido para esconderse de la opinión pública y de las represalias de las bandas políticas que firman sus nóminas y deciden el futuro profesional de sus hijos. Todo por una mala gripe de las que aparecen cada once años con cada nuevo ciclo solar, sostenida artificialmente a lo largo de todo el año en base a pruebas diagnósticas con una fiabilidad y validez de risa científica.
El Partido, que casi todos han sido unificados bajo el mando supremo de un poder oculto, ha iniciado el sucio trabajo de adoctrinar y someter las mentes aún vírgenes de nuestros hijos. Pero ese trabajo mezquino, hiriente, degradante, tiene un efecto secundario que ahora mismo apenas se atisba. Nuestros jóvenes, al menos la mejor parte de ellos, están conociendo lo que es vivir bajo una dictadura y sus defensas han activado el modo de resistencia para protegerse, pero también para atacar a quienes les están robando la libertad y la prosperidad. Se han convertido en enemigos de sus enemigos. Algo que a quienes sufren el síndrome de Estocolmo disfrazado de superioridad moral les parecerá horrible, pero que responde al principio básico de igualdad humana: la reciprocidad.
Cuando tu médico, enfermera o un desconocido al otro lado de un teléfono de cifra hipertrofiada, puede privarte de libertad a su capricho, es que ya estamos en una dictadura exactamente igual que las que veíamos en las películas desde nuestro sofá, ahora transformado en camastro carcelario. Y nuestros jóvenes, al menos esos que se merecen algo mejor porque están dispuestos a luchar para conseguirlo, han descubierto el engaño sobre el que se sustenta esta atroz dictadura a la que protegemos minimizándola, disfrazada de “no es para tanto”, de “Nueva Normalidad”, de “no se puede hacer otra cosa”. La normalidad de cualquier dictadura. La del matón, la del maltratador, la de la fuerza sostenida por la debilidad ajena, la del terror de las ovejas cuando ladra el perro y silva el pastor.
Ellos, nuestros hijos y nietos, que no se nos olvide, están sufriendo en sus carnes lo que antes pensaban que era sólo palabrería y cuentos que no iban con ellos. Ahora saben que no es pasajero ni anecdótico, sino que es a ellos especialmente a los que les están robando la vida desde su inicio a manos de unos pelagatos a los que los amados líderes revolucionarios de izquierda, centro y derecha les han otorgado el poder sólo posible en un mundo sin ley.
Ahora saben lo que les espera. Y el que no lo sepa es que no merece esperar otra cosa.
Ana y la mayoría de sus amigos lograron burlar y esconderse de la dictadura para realizar su examen de selectividad en las mejores condiciones posibles. No lo sabían aún, pero algunos acababan de superar también otra prueba aún más trascendental para su futuro: convertirse en adultos amantes de la libertad, dispuestos a defenderla por todos los medios y a no renunciar a ninguna de sus ambiciones, sean las que sean, materiales o espirituales, acordes con la opinión ajena o no. Y esa prueba que superaron los convirtió, sin que ellos ni nosotros nos diéramos cuenta, en sus propios salvadores. Y, también, en nuestros héroes. En el ejemplo de lo que deberíamos haber hecho cuando descubrimos que no le debemos nada a esta sociedad que nos abandonó y utiliza su propio fracaso para robarnos lo que verdaderamente nos diferencia de las bestias: la posibilidad de ser felices.
¿Exageraciones?
Exactamente eso pensaban en la Alemania Nazi, la Unión Soviética, la China comunista o la Venezuela bolivariana.
No me interesan en absoluto los sumisos normalizados, ni los fanáticos seguidores de la verdad del Partido, ni esos personajes mediocres y miserables que se convierten en déspotas en cuando les ofrecen la oportunidad de serlo sin sufrir el peso de la justicia. Los desprecio profundamente.
Pero a esos jóvenes que están dispuestos a luchar sin tregua por su felicidad en el cenagal de la Nueva Normalidad, tengo que decirles que tienen todo mi respeto, admiración y envidia.
Porque ellos son y serán los dueños de su destino.