La vieja normalidad

12 Septiembre 2020

La operación para blanquear la responsabilidad de los gestores políticos por el mayor desastre económico, de derechos y libertades desde la II Guerra Mundial busca conseguir una impunidad sólo posible de alcanzar si se impone una «normalización», es decir, una amortiguación, cuando no suspensión, de los mecanismos de control y de la capacidad de disidencia de la sociedad.

Aislamiento social, control de la información, imposición de la verdad, represión de la disidencia.

No necesitamos repetir en detalle la descripción de los procesos de impunidad política porque están perfecta y profusamente descritos desde hace cientos de años, especialmente a partir de que se se consolidaron las democracias representativas en el mundo avanzado. En ese periodo de florecimiento de las libertades individuales, de la universalización de la información y el conocimiento y del espectacular avance de la ciencia y la tecnología es cuando más y mejor han proliferado las descripciones y explicaciones sobre los procesos totalitarios que, a menudo de forma súbita, se adueñan de la sociedad para, incluso manteniendo formalmente las estructuras democráticas, revertir a naciones avanzadas, libres, críticas y formadas en dictaduras más o menos encubiertas y con rasgos, aunque menos intensos, espeluznantemente similares a esos ejemplos terribles (Alemania nazi, Unión Soviética…) sobre los que versan ensayos, prosas, líricas, pinturas, obras de teatro, documentales, películas… y discursos políticos.

La «Operación Pandemia» que el nacionalsocialismo chino ha lanzado contra occidente para mermar su ventaja económica ha tenido como efecto colateral un totalitarismo que está resultando más nocivo aún y que está sustentado por, al menos, esas cuatro características que hemos enunciado más arriba y que merece la pena repetir para tenerlas siempre presentes en cuantos análisis hagamos de lo que está sucediendo y lo que va a suceder en los próximos meses o, tal vez, años:

Aislamiento social.

Control de la información.

Imposición de la verdad.

Represión de la disidencia.

Desde el ejemplo sueco, en el que apenas se ha producido daño alguno a los derechos y libertades, con un impacto leve en la economía y un daño sanitario en el rango de enfermedades como la gripe común hasta el español (peor aún el argentino), donde la mayor mortalidad por habitantes del planeta se une a una brutal destrucción económica y eliminación de derechos y libertades, hay un amplio abanico de casos en los que ese proceso totalitario se está desarrollando en condiciones de inmunosupresión social, es decir, evitando desencadenar los mecanismos defensivos propios de las sociedades libres y de las no tan libres cuando se las lleva a extremos insoportables.

La táctica para generar inmunosupresión puede parecer compleja porque afecta a muchos aspectos de la vida pública y privada, pero es extraordinariamente sencilla en su planteamiento y su aplicación. En muchos casos (España, Argentina…) incluso descarada y groseramente manifiesta. La vieja realidad, la del totalitarismo y la dictadura que viene incluida en sus términos aun cuando se conserve la formalidad democrática, se presenta como «nueva normalidad», evitando que los anticuerpos sensibles a los antígenos liberticidas detecten el peligro.

¿Así de sencillo?

Sí. Basta con controlar los medios de información y comunicación de masas y aplicar sin disimulo el principio rector de la propaganda y los procesos de ingeniería social:

“Una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad” (Joseph Göebbels)

Y la verdad construida sobre una mentira repetida mil veces por mil medios diferentes, que se constituye en el pilar sobre el que se edifica de forma vertiginosa este nuevo totalitarismo es:

La pandemia de la COVID-19 es gravemente mortal.

Su letalidad contrastada, tras disipar la bruma de ocultación y engaño propagada por China con la cooperación necesaria de la OMS, y una vez descubiertos los verdaderos y simples mecanismos dañinos del virus (esencialmente microcoágulos en los capilares pulmonares y un fuerte proceso inflamatorio) y su tratamiento adecuado (anticoagulantes y antiinflamatorios), se encuentra en una horquilla de entre el 0,2 y el 0,4%. Esto en el caso de que el sistema sanitario no colapse por una nefasta gestión inducida y agravada por la histeria colectiva del miedo a la pandemia “gravemente mortal”. A pesar de lo cual, se mantiene el discurso irracional, en buena medida medieval, construido con esa mentira repetida mil veces.

De nada sirve el ejemplo de Suecia o el de la misma China, en donde sin confinamiento (excepto el de la provincia donde se inició el contagio), ni vacuna, ni destruir su economía han superado la “terrible pandemia” del mismo acostumbrado modo y tiempo en que surge y se extingue cada año la gripe común. Tampoco sirven de nada las ridículas tasas de mortalidad por enfermedades respiratorias asociadas a la COVID-19 que se han producido en países como Taiwán, Corea del Sur o Japón, vecinos de la propagadora China y donde no han tomado otras medidas más que las habituales en el caso de las campañas de gripe especialmente dañinas que suelen ocurrir cada cierto tiempo. Como el brote de 1968 conocido como pandemia de gripe de Hong Kong, donde se localizó el primer caso, que mató a un millón de personas en todo el mundo, o la gripe asiática de 1957-58 que acabó con la vida de dos millones de personas.

Durante el brote de 1968 en Berlín tuvieron que almacenar los cadáveres en los túneles del metro, los hospitales de Londres se colapsaron por la llegada de enfermos y aproximadamente un 20% de sus enfermeras se contagiaron. En EEUU murieron 100.000 personas. ¿Nos suena todo esto? Y, sin embargo, en ningún país se confinó a la población (una medida completamente desechada por la ciencia desde hace más de 200 años) ni se hundió la economía ni se restringieron los derechos y libertades de los ciudadanos. Y lo más interesante, el coronavirus causante de esa gripe excepcionalmente dañina, el H3N2 continuó circulando a nivel mundial (aún hoy en día lo hace) sin que nadie se planteara imponer una «nueva normalidad para convivir con él (virus)».

¿Por qué una respuesta tan distinta cuando los hechos son prácticamente idénticos? ¿Cuál es la diferencia abismal entre 1968 y 2020? La respuesta es desoladora: En 2020 (ahora mismo), los dirigentes políticos de los países más avanzados, libres, cultos, ricos y con más medios sanitarios del mundo han caído en la burda trampa de la ofensiva que China ha diseñado para sortear el daño que la guerra de aranceles está ocasionando a su economía. Un engaño para idiotas presuntuosos (eso han demostrado nuestros «líderes») consistente en engañar al mundo, con la ayuda de la OMS, mediante una alarma amplificada (tras la calculada ocultación inicial) mediante el inimaginable desastre sanitario de países como Italia o España. Una gripe de Hong Kong (1968) para dirigentes políticos de tercer nivel comparados con los de hace 50 años.

Nuestros gestores políticos, extremadamente dependientes de la opinión pública, manejada con habilidad por quienes controlan los grandes medios de comunicación (reflexionemos sobre quienes son) para crear una histeria colectiva, sobrereaccionaron hundiendo la economía a base de paralizar la actividad con medidas de restricción de derechos y libertades fundamentales. Poco después, cuando se descubrió la verdadera gravedad de la pandemia, toda la estrategia de estos dirigentes políticos se centró en ocultar su responsabilidad.

Los desastrosos efectos económicos de la COVID-19 son el verdadero daño excepcional y apocalíptico. Un daño absolutamente evitable causado por la ineptitud de los gobernantes al dejarse engañar para imponer en sus libres y avanzados países unas medidas totalitarias (y medievales) que ahora se ven obligados a mantener para ocultar su responsabilidad en lo ocurrido.

La Operación Pandemia, ejecutada con rotundo éxito por China con la inestimable colaboración de la OMS, ha puesto en evidencia el bajísimo nivel de la mayoría de los cuadros políticos de todos los colores y responsabilidades (gobierno y oposición) en las naciones occidentales desarrolladas y en vías de desarrollo, así como la vulnerabilidad e ineficacia de la maquinaria estatal. Algo sobre lo que los ciudadanos deberíamos reflexionar: ¿Hasta qué punto el protector estado de bienestar para el que trabajamos seis meses de cada año cumple su función cuando las cosas se ponen un poco feas? Y, si es así, ¿por qué pagar?

Hay sobre la mesa una oportunidad extraordinaria de forzar un cambio que nos lleve hacia una mayor libertad y prosperidad… en la que políticos como los actuales no tendrían cabida. Esa es la clave de que se continúe con la farsa y se mantengan los usos totalitarios impuestos a su sombra.

Ya hemos hablado en un artículo anterior de que la búsqueda desesperada de una vacuna sólo tiene sentido como fórmula para detener la destrucción económica sin romper el guion bajo el que esquivan su responsabilidad: La mentira repetida mil veces de la extrema gravedad de la pandemia COVID-19. Pero la vacuna no es suficiente por sí misma para dar marcha atrás sin pagar las consecuencias de sus equivocaciones, ni sería efectiva como placebo social sin el concurso de un totalitarismo sostenido en el tiempo como “nueva normalidad”.

Se ha propagado, especialmente en las naciones occidentales de Europa, las dos Américas y Oceanía, una pandemia de totalitarismo colectivista que irá consolidando prácticas dictatoriales introducidas poco a poco en la formalidad legal sin que se produzcan reacciones defensivas de importancia por parte del liberacismo. Una pandemia política cuya estrategia de supervivencia es muy parecida a otro coronavirus, el VIH, en la medida en que, como este, mantiene una baja respuesta del sistema inmunosocial mediante la verdad göebbeliana de la mentira repetida mil veces.

Escenas de detenciones de ciudadanos disidentes, revestidas de una total ausencia de proporcionalidad y respeto a los derechos y libertades que apenas hace unos meses sólo podríamos ver, sacudidos por un estremecimiento, en alguna película de ciencia ficción en la que, por ejemplo, Australia, España o Argentina hubieran sido invadidas por un régimen internacionalsocialista (comunista) o nacionalsocialista, ahora se repiten en esos y otros países sin que se produzca la convulsión social y política que todos esperaríamos si esto hubiera sucedido hace esos pocos meses atrás. ¿O quizá no? ¿Quizá las sociedades del antiguo mundo libre ya habían sido convertidas a la sumisión de forma subliminal y esta pandemia política lo único que ha hecho es poner en marcha el programa de una ingeniería social que ha pasado desapercibida durante años, tal vez, décadas?

Sea como fuere, estamos ya en la vieja normalidad del totalitarismo disfrazada de nueva normalidad con la que evitar la reacción defensiva que, en el caso de desenmascararse la farsa y descubrirse la responsabilidad de nuestros dirigentes, llevaría a un cambio político en el sentido contrario: hacia una mayor profundización en los derechos y libertades plasmada en una mayor democracia en la que el poder de los representantes políticos quedaría reducido al de meros gestores de las decisiones que toman los ciudadanos de forma directa y continua. Suiza más Suiza aún.

Ente los mecanismos totalitarios debemos destacar uno especial y vergonzosamente visible en países como España o Argentina: El papel de la propia sociedad en la imposición del totalitarismo mediante un colaboracionismo que involucra no sólo a sectores populares poco formados y fácilmente fanatizables, sino también a otros altamente cualificados.

Forman parte de esta extensión social de maquinaria totalitaria el linchamiento popular (utilización de una masa de población fanatizada para reprimir la disidencia), el control de los medios de comunicación, la anulación de la oposición política y el terror profesional. Este último especialmente relevante por cuando supone que aquellos sectores de población más formados e influyentes y sobre los que descansa el grueso del control democrático en las naciones libres se encuentran coaccionados/sobornados, cuando no reclutados voluntariamente para instaurar y mantener el estado totalitario: Médicos y enfermeros, funcionarios, periodistas, economistas…

Como en el caso de otros fenómenos de ingeniería social basada en los principios del totalitarismo arriba enunciados (cambio climático, ecologismo conservacionista, multiculturalismo indiscriminado…) se ha desatado una terrible presión en contra de la heterodoxia con relación a la verdad establecida, que no difiere apenas más que en detalles de moda del que se producía, por ejemplo, en la Edad Media y en el Renacimiento. Hay muchos Galileo forzados a esconder su opinión para no ser defenestrados profesional y hasta personalmente por su propio gremio erigido en Iglesia. Quizá también algunos Giordano Bruno, cuyo ajusticiamiento se ha llevado a cabo con la más absoluta discreción, encubierto por el manto de uno de los tópicos contemporáneos usados contra la disidencia: conspiranóia, negacionismo, y toda una suerte de “ismos” fácilmente arrojables y, en muchos casos, cruelmente dañinos.

Se mantendrá la farsa de la gravedad de la enfermedad COVID-19 porque tiene una rentabilidad política excepcional, con un coste mínimo y una efectividad para el control de los ciudadanos convertidos bien en masa popular o bien en unos peligrosos y disparatados disidentes que, muy a su pesar, son utilizados para mantener la farsa góebbeliana, cuya esencia es el miedo. Un miedo difuso, burdamente propagandístico, asfixiantemente repetitivo y omnipresente, sustentado en la última instancia de la infalibilidad omnisapiente de la nueva Iglesia, en la justicia popular del pueblo policía y juez, en el linchamiento de los disidentes/herejes. La opinión pública de las sociedades libres que antes controlaba a los poderosos ahora los sirve convertida en mecanismo para limitar la libertad.

En estas condiciones, la contestación crítica será meramente anecdótica, recluida en la semiclandestinidad de las catacumbas online, despreciada, ridiculizada y, también, ejemplarizantemente castigada. Una minoría inmensa, completamente neutralizada por la inmensa mayoría de la población que se mueve por la atávica inercia del día a día, que contempla el poder como algo inalcanzable y, por tanto, intocable, incuestionable, extramuros de la pequeña vida inmediata de la que, sin embargo, forma parte el pregonero que cuenta la Verdad desde el púlpito de la TV. La misma visión y actitud del siervo medieval desinformado, aislado, anclado, inmovilizado en su aldea. Volverá, ya lo está haciendo de forma casi desapercibida, ese abismo entre el pueblo y los poderosos, entre lo individual y lo público, entre la opinión personal y la verdad establecida, entre los simples aldeanos y los nuevos doctores (de la Iglesia) que han regresado con el nombre de “expertos”.

Resignación.

Esa es la palabra clave en el caso de que finalmente triunfe el fulgurante proceso totalitario desatado en los países más libres por el impacto del uso geoestratégico de una enfermedad no especialmente grave. La normalidad de los malos tiempos aceptada como única forma para vivir sin sobresaltos ni problemas en lo que, sin intervención de los señores políticos, deberían seguir siendo buenos tiempos. Una “nueva” normalidad que podemos definir con un nombre que expresa sin eufemismos lo que finalmente quieren imponernos esas élites colectivistas a todos, minoría y mayoría, los que hasta ahora vivíamos en los países más libres y prósperos del planeta:

Tercermundialización.

Lo más destacable de cuanto suceda (de cuanto está sucediendo) será que no sucederá nada destacable. La tercermundialización supone aceptar la nueva realidad económica, el empobrecimiento, como algo “natural”, donde este término responde a connotaciones puramente medievales propias de una representación del mundo y de los sucesos como algo completamente desconectado de la voluntad humana, inalcanzable para nuestras pobres fuerzas individuales o colectivas y que, por tanto, exime de responsabilidad a los que deciden, pero también para que el pueblo se haga responsable de su propio destino. Habrá una aceptación generalizada de ese empobrecimiento, que se utilizará para acelerar los grandes proyectos de ingeniería social que sólo pueden sustentarse en el empeoramiento de las condiciones de vida del grueso de la población, de su capacidad adquisitiva y, finalmente, unido a la pérdida de derechos y libertades, al desplome de su calidad de vida. Volverán las farsas göebbelianas del cambio climático, la economía sostenible… la reducción de las desigualdades sociales. Y es ahí, en esas verdades distorsionadas, falseadas, desviadas de sus nobles fines, donde se inserta un elemento sustancial en este momento histórico de regresión política, humana y económica:

Los procesos migratorio-raciales.

La tercermundialización, o regreso a las condiciones de pobreza y sometimiento de las sociedades y épocas más atrasadas disfrazado, como entonces, de una grandilocuente parafernalia ideológica de salvación, se sustenta en tres pilares:

– La justicia social: Un concepto que descansa en el axioma de la irresponsabilidad que tienen los pobres sobre su propio destino, a pesar de lo cual hay que salvaguardar su libertad trasvasando la responsabilidad de la misma a los demás. Irresponsables pero libres. O la libertad sin responsabilidad.

– El racismo encubierto de antiracismo (contra la raza blanca-occidental-libre) caracterizado, como en tiempos del Imperio Romano, por una contradicción vergonzante: al mismo tiempo que se le odia y denigra, todos quieren vivir en el mundo de los blancos-occidentales-libres (en Roma), para disfrutar de los frutos de una cultura (no de una raza) que, como se ha demonizado, hay que sustituir por aquellas que han creado y sostienen las condiciones tercermundistas en los países de origen de la emigración. Es por esta razón que el debate huye del concepto de “raza cultural”, que es la que divide a colectivistas de liberacistas no importa el color de su piel o ninguna otra circunstancia personal.

– La superpoblación. El gran motor oculto que alimenta a este retroceso social, político, cultural y económico que terminará infectando a todo el mundo, incluidos a quienes ahora mismo lo alientan pensando que ellos (y sus países) serán respetados y disfrutarán de los nuevos privilegios. Es mentira: No se busca una reducción de la población, dado que todo el sistema se sustenta, desde el origen del Neolítico en el que todavía nos encontramos, sobre una burbuja poblacional.

¿Esas élites oscuras, empresariales y financieras (todos ellos del mundo blanco-occidental-libre, curiosamente ninguno de entre los grandes potentados rusos, chinos, árabes…) inventadas secularmente al calor los mismos intereses que fomentan el totalitarismo, quieren reducir la población de la que viven ganaderamente, convertida en rebaño humano, para que sea posible, con los recursos y la tecnología actual, que toda la Humanidad viva de forma digna con una calidad de vida semejante a la de las clases medias-altas occidentales? ¿En serio alguien puede creerse eso? Porque, si es así, si lo que pretenden conseguir esas élites es un control del crecimiento y una paulatina reducción de la población de forma no traumática, hasta alcanzar densidades demográficas sostenibles ambientalmente y compatibles con una vida digna y feliz para todos los humanos, ¿quién puede no estar de acuerdo con esa altruista aspiración sino los colectivistas que buscan una granja global? El problema es que todas esas élites, las empresariales-financieras del mundo libre y, también, las del mundo no libre, más los políticos que han transformado la representatividad democrática en poder y privilegio, no tienen el más mínimo interés en aplicar la “paternidad responsable”, dicho sea en términos del malogrado Vaticano II, para que vengan al mundo sólo los humanos a los que en nuestras actuales circunstancias podemos garantizar una vida digna y feliz.

Esta es la nueva normalidad. Una vieja normalidad de miles de años sustentada en la conversión de humanos en una especie virtual sin capacidad de crítica, disidencia ni rebelión y, por tanto, tampoco de verdadera lealtad. Esto es lo que está aconteciendo ante nuestros ojos. Al menos, ante los de quienes conservamos algo de esa mejor humanidad a la que todos decimos aspirar: disidencia y lealtad.

Esto es lo que va a ocurrir, precisamente porque ya está ocurriendo: Nada. La nada del rebaño. El silencio de los corderos sólo alterado por alguna estampida controlada con la que los pastores/depredadores nos llevan a donde a ellos les interesa. Impunidad. Eso es lo que define las relaciones entre el ganadero y su ganado. Esa es la «nueva normalidad» desde hace, al menos, 15.000 años.

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